Cuando hablamos de control de calidad en la industria lo que se busca es establecer la distancia que existe entre el producto que se ha elaborado y aquel que se ha diseñado, y del cual se tiene un prospecto que ha superado las pruebas iniciales antes de constituirse en el modelo que orienta la producción. El estándar viene dado por las cualidades técnicas, la utilidad a la cual es posible atender dado los rasgos peculiares que posee y el acabado final. Si el producto obtenido no responde al modelo, se revisa el proceso de producción para realizar los ajustes necesarios hasta que se cumplan los estándares previstos. Ahora bien, no importa quién lleve a cabo los procesos siempre que cumpla con el perfil de competencias requerido y tampoco dónde se realice la producción, pues los procesos ya están definidos de antemano y sólo se modifican si cambia el diseño del producto.
Parece obvio que lo anterior no debería aplicarse en
un aula, o en general en educación. No obstante, lo que subyace a ciertas
prácticas evaluativas indican lo contrario, sobre todo relacionadas con
certificación de centros, desempeños escolares para acceder a estudios
superiores, evaluación docente. Pareciera haber un modelo de organización al
que debe responder el centro escolar y que, en teoría, debería producir
estudiantes con determinados competencias deseables para su inserción social y
desarrollo personal. Se describen procesos generales, se desarrollan
iniciativas conforme las temáticas de moda, se realizan prácticas de innovación
que no logran sostenerse en el tiempo, mientras lo que efectivamente sucede en
un centro escolar no puede ser reducido a un diseño de proceso en el que sólo
operen constantes, situaciones invariables y el ‘producto’ no fuera capaz
decisiones ni juicios.
O tal vez si sería posible si la educación se
remitiera específicamente a la instrucción y a la adquisición de competencias
para desempeñarse en ámbitos muy específicos y , aún más, si fuera posible
descartar a todos aquellos que no lograran los aprendizajes mínimos. También se
aplicaría a la evaluación docente, pues es fácil establecer los requisitos de
un buen instructor cuando se le asocia a lo que debe enseñar y se conocen o se
han descrito claramente las estrategias para que los alumnos aprendan lo que enseña.
Amén de parecer una paradoja, así es como se diseñan procesos de evaluación
externa concibiendo la educación como instrucción, pues desde esa perspectiva,
los estándares parecen más precisos y los procesos se pueden orientar mejor.
El problema es que hay un discurso compartido por muchos
en el cual se tiene la pretensión de ir más allá de la instrucción hacia la
formación, hacia la posibilidad de que un ser humano haga emerger de otro ser
humano toda su potencialidad. Y esto encuentra dificultades que opacan las
buenas intenciones, porque no se cuenta ni con la descripción de los procesos
necesarios para ello, ni es posible pasar por alto que esa finalidad requiere
de un perfil docente que excede lo profesional y atañe a lo humano: podemos
saber lo que queremos, incluso escribir sobre ello, pero no necesariamente
sabemos cómo hacerlo ni poseemos en nuestro acervo personal la experiencia de
haberlo logrado siquiera con nosotros.
No es negar a los
grandes anhelos humanos el poder que tienen para hacernos trascender; pero sí
es dar a la evaluación el valor relativo que le corresponde, el mismo valor que
deben tener tanto los estándares como los modelos que pretenden validar la
realidad y anteponerse a ella.
Un ejemplo baste para
ilustrar la inconveniencia del afán de totalidad: cuando se aboga por evaluar
lo conceptual, lo procedimental y lo actitudinal, se debe pasar de la
generalidad discursiva a lo operacional, a saber no sólo qué se va a enseñar
sino a las estrategias didácticas que permitan generar aprendizajes. El
silencio frente al “cómo se hace” no oculta la humildad profesional sino una
gran interrogante que debe resolverse en la práctica del aula; pero que no
necesariamente será respondida. Por otro lado, lo actitudinal no se comprende
siempre como los valores inherentes o en relación intrínseca con determinados
conceptos o procedimientos, por lo que se saturan las planificaciones y luego
las evaluaciones con valores descontextualizados y que, además, nunca estuvieron presentes en la actividades
de aprendizaje, ni en las rutinas de aula: se planifica lo que no se hará y se solicita
evaluar lo actitudinal como si el docente supiera cómo desarrollarlo más allá del discurso (cuando no el sermón). Lo que sí sigue evaluando el profesor es lo susceptible
de instrucción o aquello frente a lo cual sabe instruir.
El problema no es el dato, sino el dato aislado; el problema no es la evaluación, sino la evaluación descontextualizada |
Aún más lo que sigue
evaluando el sistema de admisión a la universidad, por lo menos en Chile, es lo
susceptible de instrucción masiva: conceptos y relaciones, competencias
fundamentales relacionadas con lectura y operatoria matemática en distintos
niveles y aplicadas a distintos contenidos. Cuando los centros escolares sólo
preparan para ello, se dice que ‘adiestran’; no obstante se les felicita por el
logro de los ‘estándares’ que fundamentan esas evaluaciones.
Es posible diseñar, incluso imponer, procesos evaluativos
exhaustivos en los que hay implícita una representación de la realidad con afán
de totalidad. De la misma manera elaborar instrumentos de evaluación que
pretendan dar cuenta de todas dimensiones posibles de abordar en el control de
calidad de un aprendizaje complejo. El problema es que anterior al instrumento
no se ha desarrollado un proceso que comprenda todas las dimensiones descritas
y que la distancia entre la representación de la realidad que subyace al
instrumento, que es un ideal descontextualizado y atemporal, y lo que efectivamente se trabaje en un aula exhaustivamente
y a escala humana, sea simplemente insalvable. Sólo es posible evaluarlo todo,
si se han desarrollado estrategias de enseñanza, si se han diseñado actividades
de aprendizaje y si se han implementado de manera que sea posible hacerlo todo;
y aun así siempre y cuando consideremos que los alumnos son una constante del
sistema y no otra de las variables (sólo
algo sobre lo cual se ejerce una influencia que modifica su conducta).
La apariencia de rigor
de la evaluación tiene que ver más con un ejercicio de poder, que con la
búsqueda de un lenguaje común, de ciertos criterios que nos permitan tomar
decisiones y está más ligada a una
perspectiva tecnológica de la evaluación que, no obstante, nos da cierta
certeza y argumentos para justificar las decisiones que tomamos y sostener
nuestra autoridad.
Cuando se evalúa el desempeño de los docentes en la práctica de aula, por ejemplo, se elaboran listas exhaustivas de ítemes distribuidos en varias dimensiones.
Se intenta describir el comportamiento ideal y se asegura la rigurosidad a través de mecanismos clásicos que otorgan validez y fiabilidad, y el instrumento es técnicamente perfecto. No obstante, la evaluación se reduce a una única observación o a observaciones parciales, a partir de las cuales se emiten juicios sobre desempeño. Se confunde en este punto el uso de instrumentos de recogida de información para contribuir con la mejora y la formación del docente, con la recogida de datos para una investigación, con el dar un dictamen sobre el estado del arte sin considerar las condiciones reales en que el comportamiento descrito acontece.
"una tecnología compleja que [requiere] información y práctica en el desarrollo de sistemas de medición fiables y válidos construidos de manera que sean capaces de capturar la complejidad de la información sobre la ejecución de los aprendizajes por parte de los estudiantes” (Mateo, 20oo:61)
Subyace en esos instrumentos un perfil de competencias docentes descontextualizado y atemporal. Cuando un aula está saturada de estudiantes, difícilmente el docente a cargo generará estrategias que permitan el aprendizaje de todos los estudiantes y atenderá las necesidades individuales; no obstante se le considera competente si es capaz de obviar esta situación, por lo tanto la competencia docente se transforma en resiliencia.
En conclusión, dos ideas
para la reflexión:
1.
una
educación que pretende abordar todos los aspectos de lo humano, pero que se
evalúa en términos de instrucción; y tal vez deberíamos aspirar a dar una buena
instrucción antes que una mediocre educación, o una instrucción disfrazada de
educación;
2.
todo proceso evaluativo y los instrumentos que
en él se consideren responden a un perfil a un determinado modelo de la
realidad, que aunque sea muy exhaustivo y teóricamente completo, sino se sitúa
como parte de un proceso real, en los centros, es sólo una referencia que pierde
su valor orientador o, en términos perversos, orienta hacia un modelo que
genera frustración constante porque requiere de otras situaciones contextuales,
incluso ideales, para ser desarrollados y
no sólo la buena voluntad de los agentes escolares.
Como señala Gairín (2009: 16)
“ la evaluación, desde la perspectiva tecnológica, suele enfatizar
en la valoración de acuerdo a un modelo preestablecido y aplicado de una manera
uniforme a todas las situaciones
independientemente del contexto en el que sitúan. La verificación se realiza a
partir de indicadores para la construcción de una instrumentalización variada”.
La asepsia y objetividad
que se asignan a esos modelos no permite el cuestionamiento. Pero es posible contextualizarlos y
utilizarlos como medios para obtener información que permita la
autorregulación, es decir, que se inserte en “procesos vinculados a la mejora
permanente de la intervención, a partir fe la actuación de los propios
protagonistas” (Gairín, 2009:6). Pueden ser reconducidos, revalorizados en
función de las características y necesidades de una comunidad determinada y
condicionar el valor de la información que permitan recabar a la congruencia
con la realidad de la que pretenden dar cuenta.
Gairín Sallán, J., Bautista García-Vera, A., Díez
Arcos, P., Espanya, & Instituto Superior de Formación y Recursos en Red
para el Profesorado. (2009). Nuevas funciones de la evaluación.
Madrid: Ministerio de Educación. Secretaría General Técnica. Subdirección
General de Información y Publicaciones.
Mateo Andrés, J., & Universitat de Barcelona.
(2000). La evaluación educativa, su práctica y otras metáforas.
Barcelona: ICE Universitat de Barcelona.
Santos Guerra, Miguel (1988), Patología general de
la evaluación educativa. En Infancia y aprendizaje, N°41,
143-158.
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